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Capítulo 1

     —No recuerdo haber deseado el mal a nadie, pero con ella mi más sincero deseo es verla morir —dijo Argus Ferri a viva voz, aunque se encontraba a solas—. El día es perfecto para despedirse de las profundidades y revivir.

     La ejecución de Z no era merecida, pero así lo había decidido él, que no era su padre, pero ella había sido su creación, o al menos así le gustaba verlo.

Sus dedos se ajustaron al pasamanos de la barandilla del laboratorio experimental y las venas se dejaron ver sobre el puño como un ramillete atado en la muñeca angosta. El pensamiento posterior no atravesó por su garganta.

     «En el nuevo mundo una buena parte de los habitantes morían mucho antes de su hora y otros eran bastante más longevos de lo dictado por la naturaleza. Así había sido el orden de las cosas desde la fundación de los cuatro territorios habitados en las profundidades del planeta, jamás se había descompasado el prolijo oscilar del péndulo de la vida, hasta ese mismo día».

     La punta de su pie repicó rítmica marcando los segundos de espera. No tenía dudas, la vida podía trascender el tiempo y ella, su legado, también lo haría aún después de su ejecución.

No había contradicción, pero le temblaba el pulso; tomó asiento y recostó el brazo sobre su pierna.

     La galería superior otorgaba una visión privilegiada del laboratorio y la iluminación, orientada verticalmente en ambos sentidos, confluía histriónica dando efecto teatral a los hechos que estaban a punto de precipitarse dentro.

     En minutos Z cruzaría hacia el interior, no correría a abrazarla ni lloraría por ella; jamás habría permitido que viesen su debilidad.

     —Mi debilidad —susurró— y mi orgullo.

     La vacuidad se presentó insoluble con la capacidad de traspasar cuerpos y muros. ¿Estaba preparada para partir?

     —¿Es esta tu voluntad? —le preguntó la voz ruin en su cabeza.

     —¿Mi voluntad? ¿Acaso no soy otro simple soldado?

     —¿La dejarás morir?

     —Es hora.

     —¿Y la dejarás ir sin la verdad?

     —Algún otro día lo sabrá.

     La apertura de las puertas interrumpió el diálogo con su alter ego.

     El primer regente Rosson, la mayor autoridad conocida en el nuevo mundo después del Consejo Supremo, hizo su entrada con los labios apisonados y las ojeras azuladas en combinación cromática con su vestimenta. Argus no se puso de pie ni pensó hacerlo.

Detrás le siguieron los testigos, alfiles que él mismo había ubicado en el tablero de juego, todos ellos sabiendo que Argus observaba desde la galería superior, pero ninguno atreviéndose a volverse hacia él.

     Restaba esperar el ingreso de Z, cual fantasma del presente en sus últimos minutos. En cambio, su silueta menuda llegó firme, como si dos fuerzas antagónicas tiraran de ella de la cabeza y de los pies, subió al púlpito sin que nadie se lo indicase y posó su mirada en el centinela Silas Bonyana, un goliat cuya sombra podía ocultar la figura de dos o más hombres.

     «Hasta el organismo más pequeño, más desprovisto de conciencia, era incapaz de ceder a su instinto de conservación —se dijo Argus—. Pero Z, sin un ápice de servilismo, ni siquiera se resiste».

     En el momento de darle su nombre, la nodriza asignada a la niña le había devuelto a Argus una expresión ausente, perdida en la interrogante de aquella elección. Z no era un nombre, no era más que una inicial, y por ello nada apropiado para una criatura. Para él, en cambio, todo tenía significado. Z era el comienzo al final de todo, la espiral que une aquello que fue a lo que será porque así era como actuaba la naturaleza, como el universo proseguía en su evolución. No podía existir comienzo alguno sin antes haber llegado al final, una y otra vez, y sin poder detenerse jamás.

     La verdad era que el nombre había sido sacado de una etiqueta, embrión Z era como el rótulo se leía, pero recién ahora era que Argus lo recordaba así. Y luego de verla nacer había ordenado que su cabeza fuese afeitada cada semana, ni un rastro de su identidad debía quedar, tampoco dejaría rastro de su amor hacia ella. «No hay nada que perder».

     Rosson se aclaró la garganta y Argus sintió el pecho comprimido.

     —La muerte se paga con muerte —dijo el primer regente—. Se ha de cumplir la ley.

     En su último instante, Z alzó la mirada hacia él y pareció sonreír. Argus inspeccionó el rostro con la sabiduría del creador y supo aquello que ella estaba pensando, aquello que repetía en su cabeza una y otra vez sin cesar: libertad.

     Z cayó de lado como quien se desvanece por un simple vahído, extinguiendo así el brillo soberbio de sus ojos, esos que durante más de dos décadas habían destellado la misma pureza que irradiaría el sol el día que pudiera volver a verse sobre la faz del planeta.

     Así se apartaba su cuerpo de lo mundano, igual que cualquier otro habitante al perder su relación con el sistema, el cerebro se apagaba y el corazón se detenía. La desconexión se había cumplido a la hora designada.

     El corazón de Argus Ferri se congeló por dentro y por fuera, y recordó la primera vez que había escuchado la voz de la niña. El tiempo era arena en la palma de su mano y con un soplido esparció los recuerdos de los pasados veintidós años, un período efímero comparado con el tiempo que ella había esperado para nacer.

     El primer regente Rosson arqueó el torso y Argus lo interpretó como una reverencia. Triste que así fuese, no había victoria en perder.

     Los integrantes de su equipo se miraron entre sí, pero ninguno de ellos encontró algo que decir. Se encaminaron a una sala contigua sin romper fila. Se habían llevado a Z, se lo habían llevado todo.

     «Su cuerpo me pertenecerá al comienzo y al final de su existencia», había exigido al Consejo Supremo.

     Días antes del inicio de la gestación activa del embrión Z, los diez miembros del Consejo escucharon el sinsentido que demandaba propiedad sobre una vida sin nacer. Prosiguió a continuación una discusión desordenada. Ferri desoyó el murmullo creciente entre los diez líderes de los cuatro territorios habitados, los hombres y mujeres provenientes de Hábitat Ignis que decidían el destino de ese y los otros tres hábitats con marcado interés por conservar la supremacía del propio.

     Las condiciones impuestas por él, un hombre que se sentía cómodo caminando en las tinieblas de la imposibilidad, tanto así que les había planteado la absurdidad de no tener propiedad alguna sobre la criatura, su cuerpo para él y su mente para ella, fueron aceptadas. Por ese motivo, el cuerpo de Z ahora le pertenecía por ley y la ley era cumplida al pie de la letra en cada uno de los territorios.

     El centinela aguardó con paciencia hasta que ya nadie quedó en el recinto, excepto él, Argus Ferri y el cuerpo inanimado de Z. Con la señal de Argus, un único parpadeo, Silas alzó a la joven en brazos y se encaminó hacia la salida.

     Justo antes de que la figura de Z quedase oculta tras los hombros del centinela, Argus se estremeció. ¿Por qué ahora veía a la niña y no a la mujer?

     —¿Es este el final? —le preguntó la voz maliciosa en su cabeza.

     —El final de algo siempre es el comienzo de algo más.

     —¿Qué más?

     —La revolución.

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